domingo, 25 de diciembre de 2011

Las buenas intenciones



   Agustín Alfaro es una buena persona, todo lo contrario que su padre, que ha dejado embarazada a una planchadora y además dando su nombre. Con tal de no hacer sufrir a su madre, Agustín consiente en casarse con ella y callar el secreto de su padre. Pero le costará más de lo que había imaginado.
 La historia de amor imposible que se va tejiendo da el tono agridulce. Pero la puntilla nos la da el crudo final que nos deja con el libro clavado en las manos y un sabor amargo en la boca.  
¡Y qué tristeza cuando se habla de ir a Alicante donde, según se rumorea, podrán embarcar! Imposible no acordarse del gigantesco marasmo del Campo de los Almendros, la gente suicidándose desesperada por unos barcos que no llegan, que no llegarán jamás...


  ¿Qué batallas habían librado en su vida? Los roces que de vez en cuando tenían no eran nada especial. Desde luego, los dos estaban decepcionados, pero ¿no lo estaba casi todo el mundo? ¿No era una prueba de madurez, la capacidad de salvar la brecha entre las expectativas y la realidad? ¿Conocía el a alguna persona en quien no hubiera hecho mella el descontento? Se respiraba en el aire, ese trasfondo de inquietud, de queja. Y no obstante, no les había ocurrido nada malo, ¿no? No había motivo para una aflicción real.


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  ... que sus pensamientos pudieran vagar a voluntad, ocultos a la interpretación. Ser reservado - incluso hermético - satisfacía un antiguo anhelo suyo. Había tanto acerca de otras personas que él no había comprendido nunca, no tanto las cuestiones de sus motivos o propósitos, como el misterio de su autoridad, su importancia, el modo en que impedían que otros se inmiscuyeran. Quizá estuviera cerca de descubrirlo; quizá fuera todo oropel, un disfraz barato para sus debilidades de siempre, suscitado por un arrebato de arrogancia moral.


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  La enfermedad hizo un niño de un adulto; el presente se hundió y hubo un niño solo por la noche...   y se congració con todos mientras le ponían un drenaje en la herida y lo conectaban a un gotero. Sus preguntas fueron ignoradas; nadie pareció apreciar su jovial aceptación del dolor.




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  Supongo que todo el mundo menos yo ha sabido siempre que la culpa no es más que otra salida. Yo no lo he descubierto hasta esta mañana.   
Sra Palladino 




















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